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«A tiro limpio» prioriza la coreografía del caos sin dejar que al público le importen los personajes

Desde el momento en que empieza «A tiro limpio», dirigida por Jean Gabriel Guerra, queda claro que su prioridad es el espectáculo: los disparos, los estallidos, la adrenalina que se siente en la piel del espectador.

Mientras la película hace lo suyo en términos técnicos de acción, inevitablemente surge una pregunta incómoda: ¿quiénes son los verdaderos protagonistas aquí? Irónicamente, siento que son los villanos.

La historia —o al menos su esqueleto narrativo— es relativamente simple: una banda de cinco personas —Frank Peroso como Frank, Willy (Tony Almont), Rata (Vakeró), Vivi (Solly Durán) y Rafa (Josué Guerrero)— lleva a cabo una serie de golpes contra el personaje interpretado por Manny Pérez, motivados por una venganza personal ligada al padre de Frank (Luis del Valle). 

Lo que debería leerse como la confrontación del bien contra el mal se convierte, desde mi punto de vista, en una inversión: los que supuestamente deberían ser los héroes terminan pareciéndose mucho más a los villanos.

Frank Perozo, su personaje Frank, lidera esa banda con una motivación sentimental: venganza. Mataré a tus empleados, te robaré, arruinaré tu mundo. Ese es su modus operandi. Y lo más inquietante es que la película parece avalar esa lógica con un ritmo que celebra la violencia más que cuestionarla. 

En contraste, Manuel Ricardi (Manny Pérez) —el supuesto “blanco” de la venganza— queda como figura moral difusa, con un pasado que apenas se sugiere pero que termina cuestionando como si él fuera el antagonista real. 

Eso, para mí, es un problema de dirección narrativa: ¿qué se espera que sintamos o a quién debemos apoyar?

Técnicamente, «A tiro limpio» hace bien lo que promete: secuencias de balaceras cuidadas, algunos momentos de tensión que sujetan al público durante minutos.

Sin embargo, esas virtuosas exhibiciones de acción quedan vacías si no sostienen algo más. Aquí falla la película, en que los diálogos prácticamente no existen: no hay intercambios profundos, no hay conversaciones que abran heridas, nada de más de tres palabras. 

Y cuando digo “palabras”, quiero decir que las interacciones entre los personajes son mínimas, funcionales. 

No esperes discursos, monólogos o conversaciones que exploren el dolor o la culpa. Solo orden, comando y disparos.

Dentro de ese paisaje minimalista, hay destellos interesantes que dejaron en mí un poco de esperanza. 

El personaje de Vakeró es uno de ellos. Su vínculo con su madre sí se siente humano, real. Su arco —aunque limitado— exhibe un ápice de conflicto interno que casi funciona. 

Si la película hubiera apostado por desarrollarlo, podría haber sido un motor emocional. Lo mismo con Solly Durán: su relación con Leah (Laura Díaz) podría tener potencial romántico, tensión emocional, pero esa chispa nunca llega a arder. La química está ausente. Y cuando las conexiones personales no logran prender, lo que queda es la mecánica del espectáculo.

La dirección de Jean Gabriel Guerra parece estar obsesionada con mostrar que en República Dominicana se puede hacer acción con calibre grande. Eso es legítimo y valioso. Pero esa obsesión sacrifica lo esencial: la humanidad. 

Se prioriza el disparo, la explosión, la coreografía del caos, y se deja de lado escribir personajes tridimensionales, dotarlos de motivaciones profundas, espacios para que el público se importe por ellos. 

Cuando un personaje muere, no duele. Cuando alguien está en peligro, no hay angustia sostenida porque no has invertido en su vida. Lo único que quiero ver es cómo sucede la acción. Y al final, eso no es suficiente.

Comparo «A tiro limpio» con algunas películas de Hollywood que utiliza como espejo (y a menudo como plantilla): Heat de Michael Mann, por ejemplo, está presente en muchas influencias. 

Hay momentos —las máscaras, las escenas de atraco— que parecieran versiones locales de escenas ya hechas internacionalmente. 

Eso no es malo per se, pero sí obliga al cine local a demostrar qué aporta de nuevo, qué voz propia. Aquí se siente más como homenaje que reinvención.

La música, otro eslabón clave del cine de acción, está subutilizada. Se espera que ayude a elevar la tensión, a dibujar emocionalmente la escena; pero en «A tiro limpio» se queda en lo discreto. No molesta, pero tampoco te envuelve.

Actuaciones: correctas. No memorables. El equipo de Frank Perozo cumple mejor que otros; Manny Pérez está en su zona habitual, con seguridad, pero sin riesgo. Ningún nuevo personaje logra dejar una huella.

Visualmente la película tiene logros: la cinematografía de Francis Adamez logra captar ambientes urbanos dominicanos con pulso. 

Los decorados, la producción (dentro de lo que el presupuesto permite) se ven sólidos. 

Cuando los efectos visuales y el CGI aparecen, se sienten bajos de presupuesto: hay momentos que se rompen la ilusión. 

Un estallido que suena metálico, una chispa digital que no encaja… Esas fallas son más visibles en una película de acción donde el ojo está entrenado para detectar lo que no parece real.

Al final, la película ofrece lo que promete para un público que busca adrenalina local: no defrauda si vas con la mentalidad de ver acción dominicana.

Tampoco trasciende. Esa es mi sensación final. Esta película no te va a engañar: no te va a ofrecer hondura, pero sí espectáculo. No te va a hacer pedir “más diálogo”, pero tampoco te va a negar que “quiero ver cómo terminan esos tiroteos”.

Lo que sí lamento es que haya tantas señales de que «A tiro limpio» pudo ser más. Si al centro hubiera estado el conflicto humano, si los arcos hubieran estado definidos, si los personajes no estuvieran solo como piezas funcionales del mecanismo de acción, entonces esa misma energía técnica que vemos podría haber servido para algo más duradero. 

En su forma actual, es un paso importante para el cine de acción dominicano, uno que cumple su misión de entretener, pero que deja claro el enorme territorio que le falta explorar: el guión, el diálogo, el vínculo emocional.

Al final, me gustaría que en futuras películas de acción dominicanas no miremos tanto lo que Hollywood hizo, sino lo que nuestra cultura, nuestras calles, nuestras heridas tienen para contar.

Que no sean solo homenajes al tiroteo gratuito, sino historias donde el disparo duele, donde las balas tienen nombre, donde uno se importa por alguien antes de escuchar “bang”.

RUBEN PERALTA RIGAUD

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